Hay días en que todo suena demasiado.
Las notificaciones, los pendientes, los titulares, los juicios, las ideas que no dejan de girar como pájaros atrapados en una habitación sin ventanas.
En esos días —que a veces son semanas o temporadas enteras— lo que más deseo no es entenderme, ni avanzar, ni siquiera cambiar. Solo deseo bajar el volumen.
O mejor: salirme del ruido.
Y ahí, casi siempre, vuelve lo mismo: escribir.
No para ser leída, no para publicarlo.
Escribir como quien se lava el rostro con agua fría.
I. El lenguaje del cuerpo
A veces uno no sabe lo que siente hasta que lo escribe.
La palabra escrita tiene un poder especial: sale de ti, pero te devuelve una parte que no sabías que estaba ahí.
Escribir es como poner una linterna en un rincón del pecho. No siempre gusta lo que se ve. A veces duele, pero duele claro. Y el dolor claro ya es alivio.
Durante mucho tiempo pensé que escribir era construir, decir, explicarse. Hoy lo entiendo más como un acto de escucha interna. Una forma de preguntarme en voz baja:
¿Dónde te duele?
¿Qué no te has dicho?
¿Qué necesitas nombrar para poder soltarlo?
II. Escribir sin audiencia
Vivimos en una época donde todo lo que hacemos parece tener que compartirse.
Si no lo subes, ¿ocurrió?
Si no lo documentas, ¿cuenta?
Y sin darnos cuenta, comenzamos a escribir para afuera. Para que guste. Para que aprueben. Para no molestar.
Pero hay una escritura distinta. La que se hace a mano, en una libreta que nadie ve.
La que se mancha de lágrimas o de café.
La que contiene tachaduras, repeticiones, frases que solo tú entiendes.
Esa escritura no tiene filtros. Ni ambición. Ni métrica.
Tiene verdad.
Y con la verdad, a veces, basta.
III. El poder del silencio
No hablo solo del silencio exterior, aunque ayuda.
Hablo del silencio como espacio interior. Ese que se abre cuando dejas de intentar entender todo y solo te permites sentir.
La escritura, cuando nace del silencio, es una brújula.
No siempre te dice hacia dónde ir, pero te muestra dónde estás.
Y a veces, estar presente ya es un destino en sí mismo.
IV. Un cuaderno como casa
Tengo una libreta para cada etapa de mi vida.
No por nostalgia, sino por necesidad.
Cada una ha sido mi casa cuando todo afuera era ruina.
Escribo como quien hace té.
Como quien prende una vela.
Como quien necesita recordar que aún respira.
Epílogo: Palabras como abrigo
Si has llegado hasta aquí, gracias.
Quizás tú también estás buscando una forma de bajar el volumen.
De mirar hacia dentro sin miedo.
De escribirte un lugar donde quedarte.
Tecsfera nace de ese impulso:
no para gritar más fuerte, sino para escribir más hondo.
Aquí no hay recetas, ni slogans, ni promesas de éxito.
Solo fragmentos. Rituales. Crónicas de lo invisible.
Si algo de esto te hizo eco, quédate.
Aquí hay espacio.
Aquí hay papel.
Aquí hay silencio.
Y en el silencio, a veces, empieza todo.